¿Qué podemos aprender de Tomás de Aquino?
 

 Café Filosófico 372


10 de junio del 2006
Carmen Zavala

Tomás de Aquino fue un teólogo dominicano de la región de Italia. Su importancia en nuestro país radica en la gran influencia que tuvo en la doctrina católica que aún predomina políticamente en el Perú y que empieza con la conquista española al  plantearse la pregunta sobre nuestro futuro como indios infieles o herejes.

 En las universidades se le trata de rescatar enumerando alguna de las teorías que, de una forma más chambona que muchos otros filósofos medievales, retoma de Aristóteles (materia y forma, sustancia y accidente, ente y la esencia de las cosas, que sólo coinciden en el caso de dios, entre otras) y de Platón (teoría de la verdad como adecuación del entendimiento con la cosa, entre otras).

A partir de estas teorías de perfil filosófico, planteadas por él a modo de doctrinas que han de aceptarse, trata de presentar como sustentable todo el resto del cuerpo doctrinario católico.

 Como Tomás de Aquino es conciente de esta maniobra retórica inicia su “Suma Teológica” (1265) anunciando que en última instancia la razón poco importa y lo que habrá que seguir es la revelación”. Así en la primera cuestión de la primera parte de la Suma Teológica dice literalmente:

Para la salvación humana fue necesario que, además de las materias filosóficas, cuyo campo analiza la razón humana, hubiera alguna ciencia cuyo criterio fuera la revelación divina. Y esto es así porque Dios, como fin al que se dirige el hombre, excede la comprensión a la que puede llegar sólo la razón. Dice Is 64,4: ¡Dios! Nadie ha visto lo que tienes preparado para los que te aman. Sólo Tú.

El fin tiene que ser conocido por el hombre para que hacia El pueda dirigir su pensar y su obrar. Por eso fue necesario que el hombre, para su salvación, conociera por revelación divina lo que no podía alcanzar por su exclusiva razón humana.

Más aún. Lo que de Dios puede comprender la sola razón humana, también precisa la revelación divina, ya que, con sola la razón humana, la verdad de Dios sería conocida por pocos, después de muchos análisis y con resultados plagados de errores. Y, sin embargo, del exacto conocimiento de la verdad de Dios depende la total salvación del hombre, pues en Dios está la salvación.

Así, pues, para que la salvación llegara a los hombres de forma más fácil y segura, fue necesario que los hombres fueran instruidos, acerca de lo divino, por revelación divina. Por todo ello se deduce la necesidad de que, además de las materias filosóficas, resultado de la razón, hubiera una doctrina sagrada, resultado de la revelación.

¿La revelación de quién? = la revelación de un ser humano o un grupo de individuos que ostentan el poder de la iglesia católica.

Más adelante nos dice que esa “doctrina sagrada”  tiene carácter de “ciencia”, de lo que se infiere que la ocurrencia arbitraria de las autoridades eclesiásticas no puede ser discutida ya, porque tiene carácter de verdad absoluta, es decir, que e que la objeta, simplemente no la ha entendido, porque su capacidad de comprensión de dios es escasa.

 Acá se empalma la argumentación con lo que históricamente realmente fue relevante: cuál será la relación del clero con los que no obedecen al papa: En la II-II q. 10 nos habla sobre los “infieles” a los cuales divide en 3 grupos de mal en peor (según él): los que no han recibido la fe (como lo serán los habitantes de América), los judíos (que la han recibido parcialmente, pero “yerran” en su interpretación, pues no terminan de entender la revelación de las autoridades cristianas) y la de los herejes (que habiendo recibido la fe cristiana, la corrompen = cristianos de todo tipo). Sobre ellos dice que la infidelidad es el peor de todos los pecados y añade “Ni siquiera puede darse que conozca a Dios en algún aspecto, quien tiene de él una opinión falsa, ya que lo que piensa no es Dios.” Por lo tanto ¿Se debe forzar a los infieles a abrazar la fe?:

Entre los infieles hay quienes nunca aceptaron la fe, como son los gentiles y los judíos. Estos, ciertamente, de ninguna manera deben ser forzados a creer, ya que creer es acto de la voluntad. No obstante, si se cuenta con medios para ello, deben ser forzados por los fieles a no poner obstáculos a la fe. Este es el motivo por el que los cristianos promueven con frecuencia la guerra contra el infiel. No pretenden, en realidad, forzarles a creer (ya que, si les vencen y les hacen prisioneros, deben dejarles en libertad de creer o no creer), sino forzarles a no poner obstáculos a la fe de Cristo.

Hay, en cambio, infieles que en algún tiempo recibieron la fe y conservan aún cierta profesión de la misma, como los herejes o cualquier otro tipo de apóstata. Este tipo de infieles deben ser forzados, incluso físicamente, a cumplir lo que prometieron y a mantener lo que una vez aceptaron.

(Esto último servirá para justificar las torturas (Autorización Papal en 1252) y matanzas salvajes de la Santa Inquisición)

 Es de tomarse en cuenta que Tomás de Aquino vivió después de la cruzadas y que esto más su reelaboración de la teoría de la “guerra justa” que analizaremos más adelante, la elabora con plena conciencia de sus consecuencias nefastas y para justificar la validez de estas cruzadas, a pesar del obvio fracaso político-militar que significaron para el papado.

 En relación a esto Tomás de Aquino se pregunta (II-IIa q.40): ¿Es siempre pecado guerrear? Y se contesta a sí mismo: “ según el testimonio de San Agustín en el sermón De puero Centurionis : ‘Si la doctrina cristiana inculpara todas las guerras, el consejo más saludable para los que lo piden, según el Evangelio sería que abandonasen las armas y se dejaran del todo de milicias. Mas a ellos les fue dicho (Lc 3,14): A nadie hiráis; os baste con vuestra paga.’ A quienes ordenó contentarse con su propia paga, no les prohibió guerrear”.

Por lo tanto la guerra es lícita según Tomás y no sólo eso, sino que sirve a la salvación de los infieles a los que se combate, lo cual expone afirmando: “ A veces, sin embargo, hay que guerrear por el bien común o también por el de aquellos con quienes se combate. Por eso, en Epist. ad Marcellinum, escribe San Agustín: Hay que hacer muchas cosas incluso con quienes se resisten, a efectos de doblegarles con cierta benigna aspereza. Pues quien se ve despojado de su inicua licencia, sufre un útil descalabro, ya que nada hay tan infeliz como la felicidad del pecador, con la que se nutre la impunidad penal; y la mala voluntad, como enemigo interior, se hace fuerte”. Además: “También quienes hacen la guerra justa intentan la paz. Por eso no contrarían a la paz, sino a la mala, la cual no vino el Señor a traer a la tierra (Mt 10,34). De ahí que San Agustín escriba en Ad Bonifacium: “No se busca la paz para mover la guerra, sino que se infiere la guerra para conseguir la paz. Sé, pues, pacífico combatiendo, para que con la victoria aportes la utilidad de la paz a quienes combates.” Es decir a los infieles, como se nos considerará a nosotros más tarde.

 Con estos infieles no hay que tener ningún tipo de consideraciones nos dice y si es necesarios hay que usar el engaño para vencerlos en ese sentido se pregunta: ¿Es lícito usar artimañas en las guerras? Y se responde citando a Agustín de Hipona: “Cuando se emprende guerra justa, no afecta a la justicia que se combata abiertamente o con artimañas”. Y añade:

La finalidad de la artimaña es engañar al enemigo. Pues bien, hay dos modos de engañar: con palabras o con obras. Primero, diciendo falsedad o no cumpliendo lo prometido. De este modo nadie debe engañar al enemigo. En efecto, hay derechos de guerra y pactos que deben cumplirse, incluso entre enemigos, como afirma San Ambrosio en el libro De Officiis .

Pero hay otro modo de engañar con palabras o con obras; consiste en no dar a conocer nuestro propósito o nuestra intención. Esto no tenemos obligación de hacerlo, ya que, incluso en la doctrina sagrada, hay muchas cosas que es necesario ocultar, sobre todo a los infieles, para que no se burlen, siguiendo lo que leemos en la Escritura: No echéis lo santo a los perros (Mt 7,6). Luego con mayor razón deben quedar ocultos al enemigo los planes preparados para combatirle. De ahí que, entre las instrucciones militares, ocupa el primer lugar ocultar los planes, a efectos de impedir que lleguen al enemigo, como puede leerse en Frontino. Este tipo de ocultación pertenece a la categoría de artimañas que es lícito practicar en guerra justa, y que, hablando con propiedad, no se oponen a la justicia ni a la voluntad ordenada. Sería, en realidad, muestra de voluntad desordenada la de quien pretendiera que nada le ocultaran los demás.

 Propongo aquí la primera parte de la respuesta de la pregunta de la noche: En tanto que los miembros del clero están firmemente convencidos de la validez de esta afirmación, la cual siguen aplicando en su lucha contra los infieles (librepensadores, científicos, revolucionarios, etc.) debemos aprender que no se puede confiar en su palabra, porque es válido y “bueno” para ellos, ocultar sus verdaderas intenciones para liquidarte en nombre de su fe, si es que se les ocurriese que eres un enemigo de su doctrina.

¿Pero acaso toda guerra es lícita, incluso una guerra revolucionaria, como la propuesta por los teólogos de la liberación? Tomás de Aquino responde:

Tres cosas se requieren para que sea justa una guerra. Primera: la autoridad del príncipe bajo cuyo mandato se hace la guerra. No incumbe a la persona particular declarar la guerra, porque puede hacer valer su derecho ante tribunal superior; además, la persona particular tampoco tiene competencia para convocar a la colectividad, cosa necesaria para hacer la guerra. Ahora bien, dado que el cuidado de la república ha sido encomendado a los príncipes, a ellos compete defender el bien público de la ciudad, del reino o de la provincia sometidos a su autoridad. Pues bien, del mismo modo que la defienden lícitamente con la espada material contra los perturbadores internos, castigando a los malhechores, a tenor de las palabras del Apóstol: No en vano lleva la espada, pues es un servidor de Dios para hacer justicia y castigar al que obra mal (Rom 13,4), le incumbe también defender el bien público con la espada de la guerra contra los enemigos externos. Por eso se recomienda a los príncipes: Librad al pobre y sacad al desvalido de las manos del pecador (Sal 81,41), y San Agustín, por su parte, en el libro Contra Faust.[1] enseña: El orden natural, acomodado a la paz de los mortales, postula que la autoridad y la deliberación de aceptar la guerra pertenezca al príncipe.

Se requiere, en segundo lugar, causa justa. Es decir, que quienes son atacados lo merezcan por alguna causa.(…)  y se requiere, finalmente, que sea recta la intención de los contendientes; es decir, una intención encaminada a promover el bien o a evitar el mal. Por eso escribe igualmente San Agustín en el libro De verbis Dom. : Entre los verdaderos adoradores de Dios, las mismas guerras son pacíficas, pues se promueven no por codicia o crueldad, sino por deseo de paz, para frenar a los malos y favorecer a los buenos. Puede, sin embargo, acontecer que, siendo legítima la autoridad de quien declara la guerra y justa también la causa, resulte, no obstante, ilícita por la mala intención. San Agustín escribe en el libro Contra Faust. : En efecto, el deseo de dañar, la crueldad de vengarse, el ánimo inaplacado e implacable, la ferocidad en la lucha, la pasión de dominar y otras cosas semejantes, son, en justicia, vituperables en las guerras.

 Esto último probablemente citado en referencia al saqueo y masacre de los cristianos de Constantinopla durante la 4ta Cruzada.

Es decir, tenemos claro acá que para el clero las guerras que no partan de la autoridad del gobernante reconocido por el Vaticano, son pecados. Es más, son pecados mortales como se nos dice en II-IIae q.42:  “la sedición se opone a la justicia y al bien común. Por eso la sedición es, por naturaleza, pecado mortal.” Porque:

Como ya vimos, la ley no es otra cosa que el dictamen de la razón que hay en el que preside y con el que gobierna a sus súbditos. Ahora bien, la virtud de cualquier súbdito consiste en someterse prontamente a quien lo gobierna; y así vemos que la virtud de los apetitos concupiscible e irascible está en obedecer dócilmente a la razón. Es lo que dice el Filósofo en I Polit. : La virtud de todo súbdito consiste en la buena sumisión a su superior. Mas las leyes se ordenan a ser cumplidas por quienes les están sujetos. Resulta, pues, manifiesto que es propio de la ley inducir a los súbditos a su propia virtud. Por otra parte, la virtud es la que hace bueno a quien la posee. Luego el efecto propio de la ley es hacer buenos a sus destinatarios, bien en un sentido absoluto, bien en un sentido meramente relativo. (Suma Teológica I-IIae q.90)

 Se dice en defensa de Tomás de Aquino, que vivió en tiempos en que todos pensaban de esa manera. Sin embargo esto no fue así. Mientras que el fanatismo de Tomás de Aquino lo lleva a prohibir la discusión entre cristianos e infieles, años antes ya el filósofo cristiano Pedro Abelardo había publicado su texto “Diálogo entre un filósofo, un cristiano y un judío”, en el que se debatían las tres posiciones. Por otra parte, desde la filosofía musulmana ya el filósofo español Averroes (quién había sido leído y citado por Tomás de Aquino), sobrepone la razón a la doctrina, y afirma que si hay contradicción entre la razón y la doctrina religiosa, debe preferirse la razón, cosa que es rechazada por Tomás de Aquino como habíamos visto. Por otra parte, Tomás de Aquino, veja a las mujeres, postulando que son inferiores y afirmando que “la mujer es algo imperfecto (…) cuando nace una  mujer se debe a la debilidad de la potencia activa, o bien a la mala disposición de la materia, o también a algún cambio producido por un agente extrínseco, por ejemplo los vientos australes, que son húmedos, como se dice en el libro De Generat Animal.” Con respecto a ella “hay un doble sometimiento. 1) Uno servíl, por el que el señor usa de sus súbditos para su propio provecho. Fue introducido después del pecado. 2) Otro, económico o civil, por el que el señor emplea a sus súbditos para la utilidad y bienestar de los mismos. Este último habría existido también antes de darse el pecado, ya que no habría organización en la sociedad humana si unos no fueran gobernados por otros más sabios. Este es el sometimiento con el que la mujer, por naturaleza, fue puesta bajo el marido; porque la misma naturaleza dio al hombre más discernimiento.”

En este sentido tanto Abelardo, con su famosa alumna Eloisa, y Averroes que defiende la tesis expuesta en la República de Platón sobre la equidad que debe existir entre hombres y mujeres, estaban muy por encima de las tésis de Tomás de Aquino, el cual retrocede a una posición misógina, probablemente siguiendo los pedidos de las autoridades eclesiásticas.

 En razón de estas breve presentación y las reflexiones expuestas sugiero la siguiente respuesta a la pregunta de esta noche “¿Qué podemos aprender de Tomás de Aquino?”:

1.       No hay que fiarse de la Historia oficial de la Filosofía para estudiar la Historia de la Filosofía, sino que hay que leer a los filósofos/autores mismos.

2.       De esto se desprende que los “grandes” filósofos de la Historia oficial de la Filosofía” muchas veces no fueron los más “grandes”, sino que fueron (y siguen siendo) los pensadores más promocionados por los grupos de poder dominantes, por defender ideológicamente las políticas de opresión de turno.

3.       Tomás de Aquino no fundamenta el pensamiento de los filósofos/intelectuales de su época, sino que se presta para una pseudofundamentación de la doctrina católica papal del momento, a sabiendas de que las posiciones contrarias a las que él estableciera serían catalogadas como herejes y llevarían a los opositores a la hoguera o a otros agravios y vejámenes. De hecho “retrocede” y combate una serie de posiciones más racionales que se habían empezado a abrir campo en esos entonces.

4.       Desgraciadamente en el Perú su pensamiento sigue teniendo bastante vigencia, porque el catolicismo sigue siendo el partido político más fuerte del país. En ese sentido es útil saber lo que dice, pues el clero católico se basa en él para tomar decisiones.

Su doctrina ha tenido efectos nefastos para el Perú, desde la conquista y a lo largo de la colonia, pues legitimó por una parte la servidumbre de los indios por los “cristianos”  y por otra parte la esclavitud de los negros africanos, so pretexto de que sería una “gracia” no matarlos y dejarlos vivir como esclavos, a pesar de su carácter “naturalmente” infiel. Lo nefasto consiste en especial, en hacer pasar estas doctrinas como si fuesen filosóficas y como si tuvieran algún sustento racional, fomentando su estudio en las Escuelas de Filosofía de las universidades hasta el día de hoy, cuando en realidad, pertenecen al campo del estudio de la historia o de la sociología bajo el subrubro, historia de las ideologías de opresión o historia de la infamia.


[1] Réplica a Fausto, el maniqueo